09 agosto 2010

CARLOS MONSIVÁIS


Miguel Ángel Granados Chapa

Carlos Monsiváis murió en junio, el mes caro a Carlos Pellicer, cuyos contundentes poemas recitaba gozoso. Ésa era una primera combinación de las dotes que le prodigó la vida. Era memorioso y sensible. Lo recordaba todo de casi todo. Era capaz de repetir diálogos cruciales de las muchas películas que vio en público y en privado, en una de las primeras pantallas de televisión de gran tamaño que hubo en México, suficiente para apreciar creaciones de enorme ambición como Alexanderplatz. Pero no era un erudito convencional, capaz de traer a la conversación los datos pertinentes y aun los que no lo son. Su vasta información estaba viva, la aplicaba a la múltiple interlocución que mantenía con personas de toda laya.
Por eso hubo multitudes en los actos fúnebres a que se le sometió. Porque Monsiváis ha sido un muerto de todos. Por eso sobraba la disputa sorda entre autoridades federales y capitalinas por la sede para tributarle homenaje (frase esta última merecedora de figurar en una próxima edición de Por mi madre, bohemios). Por eso carecía de sentido impugnar la presencia de funcionarios con los que Monsiváis hubiera tenido, y de hecho tuvo, trato civilizado, que nunca implicó sujeción ni respeto humano, en tanto que obstáculo para la crítica. Monsiváis practicaba, no sé si por haberla escuchado de su autor, o por convicción propia, la máxima de Manuel Buendía, su amigo entrañable: “No escribir nunca sobre una persona nada que no sea posible decirle en una conversación cara a cara”.
Monsiváis era ajonjolí de todos los moles. Se le podía escuchar en el principal noticiario de Televisa sin que por ello se adhiriera a las prácticas y los intereses de esa televisora. Descubrió los recovecos de una sociedad cada vez más heterogénea porque participaba de las nuevas formas de relación y de festejo de los jóvenes, de las minorías, de las expresiones culturales emergentes. Conquistó tempranamente su propia libertad y buena parte de su vida la entregó a extender a la sociedad esa libertad propia a la que nunca renunció.
Nació en las márgenes de la sociedad. La religión familiar, una confesión cristiana no católica, lo apartaba de la mayoría de los niños con los que convivía en la calle y en la escuela. Era, asimismo, un hijo sin padre. Durante muchos años Carlos Monsiváis usó únicamente el apellido de su madre, doña Ester, una figura central en la construcción de la personalidad de su hijo. Ya adulto aceptó reconocer la presencia paterna, usando como segundo apellido el que se le negó civilmente. Fue hijo del doctor Salvador Aceves, un eminente médico, subsecretario de Salubridad, presidente o animador de varias academias de su profesión.
Monsiváis se formó simultáneamente como intelectual y como militante. Su primera expresión de protesta, a los 16 años, consistió en concurrir a un mitin antiimperialista, en que se denunciaba la injerencia norteamericana en el golpe militar que derribó del poder en Guatemala a Jacobo Arbenz. Al mismo tiempo escribía ya. Examinaba con hondura sorprendente los libros que leía, lecturas insólitas para su medio y su tiempo. En muchos sentidos, aunque fuera alumno fallido y nunca ejerciera allí el magisterio formal, Monsiváis fue un hijo, una hechura de la Universidad Nacional. Cursó en ella estudios de economía y de filosofía y letras, y desplegó sus primeras incursiones literarias bajo el cobijo de la difusión cultural universitaria. La revista Medio Siglo, dirigida en aquel momento por Sergio García Ramírez, su amigo hasta el fin de sus días, era una iniciativa estudiantil, pero apoyada por las autoridades de la Universidad. En Radio UNAM, igualmente, hizo historia su participación en El cine y la crítica, una emisión dirigida por Nancy Cárdenas cuyo título era fielmente cumplido: se hablaba, sí, de cine, pero también y sobre todo se ejercía la crítica social, la crítica política, la disección de los personajes del escenario nacional, que fue una de las tareas en que Monsiváis nunca cejó.
Ha dicho Horacio Franco, el gran flautista, presente en el funeral de Monsiváis, que si bien Carlos no salió del clóset fue central en la defensa de los derechos de los gay. Pienso que Monsiváis no tuvo necesidad de salir del clóset porque nunca estuvo dentro, porque con la discreción con que vivió su vida personal no hizo proclama alguna de su preferencia de género. Si nunca ocultó sus convicciones políticas no tenía por qué hacerlo en la elección de otros modos de vivir su vida.
Monsiváis fue pionero en la valoración de las culturas populares y la cultura de masas. Aquellas resultan de las vivencias de la gente, que prolonga tradiciones que le han sido legadas, o asume nuevas formas de relación. La cultura de masas es impuesta por los medios electrónicos y los intereses financieros que los hacen posibles. Monsiváis desentrañó esos fenómenos con sabia penetración de sociólogo y porque, como lo reivindicó Elena Poniatowska a la hora de su muerte, era un pensador.
Octavio Paz, con quien riñó y se amistó, quiso disminuirlo al decir que Monsiváis no tenía ideas sino ocurrencias. El poeta erró al no entender que Carlos era generador al mismo tiempo de ideas y de ocurrencias. Mente chispeante la suya, veloz y mordaz, producía un destello de luz que después se volvía fluido permanente, que vertía en sus libros, en sus conferencias, en sus conversaciones. Amén de extender a todos su propia libertad, Monsiváis quiso que sus saberes, vastos y profundos, fueran el saber de todos.

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