Aventuras de un mojado
Por Juan J. Gaspar Guzman.
En este final del 2009 recuerdo cómo hace diez años, en 1999, cada domingo por la tarde que llegaba al pueblo de Maconi, me hincaba a besar la tierra, agradeciendo al Gran Espíritu la dicha de haber sobrevivido a la travesía entre cerros y barrancas, sobre todo la Curva del Tigre, cuajada de cruces blancas de tanta gente ahí muerta en accidentes.
Aquel diciembre del 99 los evangélicos, y todo creyente, hablaba del fin del mundo. Incluso la grey católica que sentenciaba algo que nunca encontré en los setenta y tantos libros de la Biblia: “en verdad os digo que el 2000 no ha de llegar y si llega no ha de pasar”.
A mí no me espantaban esas historias del Apocalipsis que nos recitaba doña Librada en el camión guajolotero en que solíamos viajar. Más me llenaban de pavor los despeñaderos y curvas.
“El fin se acerca”, decía el gigantesco letrero de su centro religioso, en las imponentes montañas donde se enclava el pueblo minero de Maconi (no confundir con Macondo) en la sierra Gorda de Querétaro.
Maconi es una localidad 99 por cierto católica, sumida desde tiempos inmemoriales en la tribulación, más aún desde que la mina “La Negra”, de la compañía “Peñoles” cerró dejando en la calle a más de doscientos obreros y volviendo a Maconi un pueblo fantasma, otro de la larga lista de poblaciones espectrales en esa región de desposeídos.
Líbrenos nuestro padre Dios de la terrible tribulación, hermano Juan, me decía doña Librada. Todos me llamaban profe Juan, pero ella me decía hermano, como si yo fuera miembro de la hermandad pentecostal, evangélica o aleluya, como le llaman. O como si fuéramos de la familia. (Pues qué, mi padre anduvo echando alguna cana por acá o qué onda, me preguntaba yo).
Doña Librada, en medio del autobús, aventando sobre el hombro su azulísimo rebozo, señalaba el letrero en mención y la casa del pastor. Un tipo medio rejego y fachosón que se decía ministro de la Iglesia de Jesucristo Divino Alfarero y que siempre hacía alarde de que habiendo purgado una larga condena en una cárcel federal, en Orizaba Veracruz, recibió la unción de Cristo, luego de haber sido tocado por el espíritu santo y advertido de que había sido llamado para integrarse a los 144 mil elegidos de Dios para la salvación del mundo.
Enedino o Secundino, no recuerdo bien cómo se llamaba, presumía de todo, hasta de los cheques que le mandaban de Connecticut, Nuevo México, como apoyo para continuar la obra del Señor.
Cuando yo viajaba al pueblo por lo regular hacia platica con Fidelon, el chofer del autobus de segunda, que cubría el destino a la comunidad de Maconi...Fide era un tipo que siempre pasaba chiflando y cantando de manera muy desafinada, conocidas canciones de Bronco y Los Bukis: Y hasta aquí llegó el ladrón de buena suerte… Y las señoras le gritaban: Cántale, mi Buky.
Pero ese domingo, el ultimo domingo del año, yo percibí que las cosas no marchaban bien. El chofer iba apagado, como que le había caído mal la cena o no sé. Profe, me dijo una señora del rancho El Espolón, hágale plática a ese pinchi Buki, porque se va durmiendo.
Era cierto, el chofer aventaba pestañazos, según corroboré por el espejo. Entonces le pegué un grito, reaccionó y le dio tremendo jalón al volante. Luego, haciendo una extraña maniobra de aceleración y cambio de velocidades enderezó la unidad, pues ya íbamos directo a un barranco. Hasta la aleluya Librada se espantó. Qué apocalipsis ni qué nada, el tremendo voladero.
Luego del susto, todos retomaron la plática del fin del mundo, del Quinto Sello y de los Siete Dragones. Ya sólo falta una semana, decía doña Vero, la dueña de la caseta telefónica. Sí, contestaba una joven medio bizca, madre de uno de mis alumnos. Unas viejitas rezaban. Doña Librada, tras señalar la casa, entre el montón de filosas rocas y barrancos, como quien viera la mansión celestial, poniendo los ojos en blanco y dirigidos al mohoso techo del camión, murmuraba con los brazos en cruz: “El fin se acerca y es momento de aceptar a Cristo en nuestro corazón”.
Viendo aquello, le dije al Buki: que se me hace que doña Librada no la libra. Y temiendo que su enfermedad fuera contagiosa le hice segunda al Buki, cantando con todo nuestro gordo y ronco pecho: Ay mis amigos que creen que pasó, la maestra de la escuela en la clase se cayó…
Qué diciembre aquél de fatalismos, bíblicos augurios, y el temor de no sobrevivir. Pero en cuanto la libramos, como también siempre sí la libró doña Librada, lo primerito que hice fue volver a besar el suelo de Maconi. Esta vez no sólo por escapar del camino sino también por haber salido el año y el milenio. Ya hasta parecía Juan Pablo Segundo, que besuqueaba cuanta tierra lo hospedaba. Sólo que yo no bajaba del Papamóvil sino del Guajolotero. Aparte, el papa lo hacía entre altos jerarcas, y yo ante rancheros sacados de onda y uno que otro chucho trasijado mirándome con ojos lagañosos.
Por Juan J. Gaspar Guzman.
En este final del 2009 recuerdo cómo hace diez años, en 1999, cada domingo por la tarde que llegaba al pueblo de Maconi, me hincaba a besar la tierra, agradeciendo al Gran Espíritu la dicha de haber sobrevivido a la travesía entre cerros y barrancas, sobre todo la Curva del Tigre, cuajada de cruces blancas de tanta gente ahí muerta en accidentes.
Aquel diciembre del 99 los evangélicos, y todo creyente, hablaba del fin del mundo. Incluso la grey católica que sentenciaba algo que nunca encontré en los setenta y tantos libros de la Biblia: “en verdad os digo que el 2000 no ha de llegar y si llega no ha de pasar”.
A mí no me espantaban esas historias del Apocalipsis que nos recitaba doña Librada en el camión guajolotero en que solíamos viajar. Más me llenaban de pavor los despeñaderos y curvas.
“El fin se acerca”, decía el gigantesco letrero de su centro religioso, en las imponentes montañas donde se enclava el pueblo minero de Maconi (no confundir con Macondo) en la sierra Gorda de Querétaro.
Maconi es una localidad 99 por cierto católica, sumida desde tiempos inmemoriales en la tribulación, más aún desde que la mina “La Negra”, de la compañía “Peñoles” cerró dejando en la calle a más de doscientos obreros y volviendo a Maconi un pueblo fantasma, otro de la larga lista de poblaciones espectrales en esa región de desposeídos.
Líbrenos nuestro padre Dios de la terrible tribulación, hermano Juan, me decía doña Librada. Todos me llamaban profe Juan, pero ella me decía hermano, como si yo fuera miembro de la hermandad pentecostal, evangélica o aleluya, como le llaman. O como si fuéramos de la familia. (Pues qué, mi padre anduvo echando alguna cana por acá o qué onda, me preguntaba yo).
Doña Librada, en medio del autobús, aventando sobre el hombro su azulísimo rebozo, señalaba el letrero en mención y la casa del pastor. Un tipo medio rejego y fachosón que se decía ministro de la Iglesia de Jesucristo Divino Alfarero y que siempre hacía alarde de que habiendo purgado una larga condena en una cárcel federal, en Orizaba Veracruz, recibió la unción de Cristo, luego de haber sido tocado por el espíritu santo y advertido de que había sido llamado para integrarse a los 144 mil elegidos de Dios para la salvación del mundo.
Enedino o Secundino, no recuerdo bien cómo se llamaba, presumía de todo, hasta de los cheques que le mandaban de Connecticut, Nuevo México, como apoyo para continuar la obra del Señor.
Cuando yo viajaba al pueblo por lo regular hacia platica con Fidelon, el chofer del autobus de segunda, que cubría el destino a la comunidad de Maconi...Fide era un tipo que siempre pasaba chiflando y cantando de manera muy desafinada, conocidas canciones de Bronco y Los Bukis: Y hasta aquí llegó el ladrón de buena suerte… Y las señoras le gritaban: Cántale, mi Buky.
Pero ese domingo, el ultimo domingo del año, yo percibí que las cosas no marchaban bien. El chofer iba apagado, como que le había caído mal la cena o no sé. Profe, me dijo una señora del rancho El Espolón, hágale plática a ese pinchi Buki, porque se va durmiendo.
Era cierto, el chofer aventaba pestañazos, según corroboré por el espejo. Entonces le pegué un grito, reaccionó y le dio tremendo jalón al volante. Luego, haciendo una extraña maniobra de aceleración y cambio de velocidades enderezó la unidad, pues ya íbamos directo a un barranco. Hasta la aleluya Librada se espantó. Qué apocalipsis ni qué nada, el tremendo voladero.
Luego del susto, todos retomaron la plática del fin del mundo, del Quinto Sello y de los Siete Dragones. Ya sólo falta una semana, decía doña Vero, la dueña de la caseta telefónica. Sí, contestaba una joven medio bizca, madre de uno de mis alumnos. Unas viejitas rezaban. Doña Librada, tras señalar la casa, entre el montón de filosas rocas y barrancos, como quien viera la mansión celestial, poniendo los ojos en blanco y dirigidos al mohoso techo del camión, murmuraba con los brazos en cruz: “El fin se acerca y es momento de aceptar a Cristo en nuestro corazón”.
Viendo aquello, le dije al Buki: que se me hace que doña Librada no la libra. Y temiendo que su enfermedad fuera contagiosa le hice segunda al Buki, cantando con todo nuestro gordo y ronco pecho: Ay mis amigos que creen que pasó, la maestra de la escuela en la clase se cayó…
Qué diciembre aquél de fatalismos, bíblicos augurios, y el temor de no sobrevivir. Pero en cuanto la libramos, como también siempre sí la libró doña Librada, lo primerito que hice fue volver a besar el suelo de Maconi. Esta vez no sólo por escapar del camino sino también por haber salido el año y el milenio. Ya hasta parecía Juan Pablo Segundo, que besuqueaba cuanta tierra lo hospedaba. Sólo que yo no bajaba del Papamóvil sino del Guajolotero. Aparte, el papa lo hacía entre altos jerarcas, y yo ante rancheros sacados de onda y uno que otro chucho trasijado mirándome con ojos lagañosos.
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