DURANTE EL XVIII FESTIVAL CULTURAL DE NAYARIT EN ACAPONETA "ALÍ CHUMACERO", EL PROLÍFICO ESCRITOR ACAPONETENSE HÉCTOR GAMBOA QUINTERO, PRESENTÓ UNA TRILOGÍA DE MAGNÍFICAS OBRAS MUY AL ESTILO DE ESTE AUTOR ORGULLO DE NAYARIT. DE ENTRE ELLAS DESTACA LA OBRA "YO, AZTLÁN", UN TANTO CUANTO AUTOBIOGRÁFICA Y QUE SE REFIERE A IMÁGENES NO TAN VELADAS DE NUESTRO MUNICIPIO Y SUS HABITANTES. DEL LIBRO EXTRAEMOS EL CAPÍTULO DEDICADO AL PANTEÓN. QUE LO DISFRUTE Y LUEGO DE LEER ESTAS LÍNEAS, LO INVITAMOS A ADQUIRIR UNA DE LAS ÚLTIMAS OBRAS DE GAMBOA Y LA DEVORE COMO HICIMOS NOSOTROS.
EL CEMENTERIO
Dotado de una personalidad sui géneris, el cementario de Aztlán (del griego koimeterion, dormitorio, lugar de descanso) guarda amoroso los restos de sus hijos; sus tumbas, monumentos y mausoleos revelan la historia misma de sus moradores. Ausentes los epitafios de los que el poeta Amado Nervo dijera que eran la última vanidad, sin embargo, uno de los pocos que sobreviven dicta una breve trinitaria: "No tengo nada. Debo mucho. El resto se lo dejo a los pobres". Si hacemos una breve reflexión de esta hermosa metáfora, aceptemos que no tenemos nada, que debemos mucho a la vida y el resto que siempre reciben los pobres es la nada. Finalmente el epitafio es voz para los que en vida, no dijeron lo suficiente.
A la riqueza semántica del tema, contribuyen los hallazgos y curiosidades que lo ilustran y atraen, rompiendo tabúes y limitaciones. Si para los tártaros "morir no es más que dormir", de los griegos es "la hora crepuscular" y los romanos "el espejo secreto de la vida" "de gran mar" la titularon los florentinos y "gran dama negra" los franceses en la figuración de Proust. En Henry James será "distinguida cosa" y "silencio de sombras" de Julio Cortázar.
En la necrópolis de Aztlán, donde se celebra el gran acontecimiento de la vida que es la muerte, las propias sepulturas nos dicen la vida de sus huéspedes: la magnífica pagoda construida con apego a las reglas del arte arquitectónico de oriente, pertence a un japonés de ilustre prosapia; la efigie de tamaño igual a un hombre sobre el nivel del mal, bat al hombro, monumento de un deportista que recuerda aquel campeón de béisbol en una estatua fúnebre que pretende anotar un jonrón a la muerte.
La cómoda tumba del chino trae aparejada la historia de un pobre oriental cuyo cadáver fue robado de su velorio por unos vagos y cuando se lo encontró ya había sufrido la rigidez propia de los muertos y no pudiendo enderezarlo se enterró sentado en una silla; una singular herradura de hierro vaciado con la cabeza natural de un caballo lucero, la de un famoso criador de equinos; el piano media cola vaciado en cemento que nunca emitirá una nota musical de su encomienda nos recuerda a una virtuosa pianista que yace paradójicamente en silencio; el mauseleo, réplica de una catedrla gótica recuerda a un controvertido personaje del que se cuentan bondades y crímenes.
Aquel lugar sembrado de muertos y tumbas singulares, donde impera el régimen de la justicia de la muerte, cuya matemética es exacta, que no se presenta la víspera y cuyo cálculo le impide llevarse a más de los nacidos, nos advierte que todos somos iguales. Así lo dice el poeta Acuña: "Allí acaban los lazos terrenales y mezclados el sabio y el idiota se hunden en la región de los iguales".
Estas pétreas mudas, patéticas e inútiles muestras de miedo al olvido, finalmente no son superiores a los humildes sepulcros de los pobres. Un verso olvidado, escrito con caligrafía palmer, lo dice con galanura en sus vetustas bardas:
Aunque no somos igual en la esfera,
es la misma sin embargo nuestra suerte,
porque después de que uno muera,
en ceniza, en nada se convierte.
No se puede pedir mayor democracia o imparcilidad al poeta anónimo autor de este pensamiento.
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