ESTE RELATO FUE PUBLICADO EL AÑO PASADO EN ESTAS MISMAS FECHAS, COMO EL SACRIFICIO ANUAL NO SE ACABA NI PIERDE ACTUALIDAD, LO REPETIMOS Y QUE SIRVA DE ESCARMIENTO.
Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Se vinieron los días de guardar, esos que muchos malentienden como días de “empacar” las ropas y efectos personales, incluido el perico con todo y jaula, para correr a las distintas playas del país a mal pasar unos días de asueto, “celebrando”, como dicen los conductores de programas matutinos, la Semana Santa; descansos, merecidos o no, pero que siempre son bienvenidos. Ha comenzado ya la pesadilla.
Los acaponetecos no somos la excepción y apenas llega el jueves santo, no dejamos ni una alma en esta ciudad, que vista desde fuera por ojos extraños, bien pudiera parecerles a esos eventuales testigos, el lugar como un pueblo fantasma invadido por extraterrestres de esos de ojos saltones que tanto gustan al sinvergüenza de Jaime Maussán, y que a todos se llevaron para estudiarnos en algún ignoto planeta del cosmos. Así que quieras o no, allá vamos, con ridículas camisas floreadas, pantaloncillos cortos con parches en las asentaderas, calcetines negros con rombitos rojos, gorras con la imagen de la Virgen de Guadalupe –por aquello de que no todo es diversión en la Semana Santa-- o del santón Malverde; además de los infaltables lentes oscuros que nos dan un toque de Brad Pitt de petatiux, que nadie nos puede quitar de encima, aunque se tenga barriga de barril y color de llanta en la piel.
Caray, cómo somos los caponetos y los tecuanis, teniendo las enormes playas de “El Novillero”, tan cerca todo el año para nosotros solitos, nos encanta ir en bola a sufrir penurias, molestias y complicaciones el mismo día en que se les ocurre a miles de ciudadanos ir también a ese bello lugar de las costas del Pacífico --hoy pomadosa Riviera Nayarita--, gente que llega de todos los puntos cardinales, pues con eso del mundo globalizado, la entidad se llena de pobladores de Timbuctú, Besarabia, Tijuana, Guadalajara, Lomas Taurinas, Mocotito y Los Ángeles, California, todos prestos a enseñar lonjas, ombligos y otras vergüenzas para que les pegue el aire y el sol. Y es que así es nuestra naturaleza: gregaria y no lo podemos evitar.
El enojo comienza desde que sale uno de casa. Mujer e hijos llenan camionetas, camiones torton, autobuses y hasta bicicletas con todo lo que se pueda cargar: desde las indispensables tangas --incluyendo la nuestra, de caleidoscópico diseño, encajes y color morado--, hasta las inevitables suegras listas a criticar lo que hagan o dejen de hacer los pobrecitos yernos; además del horno de microondas para las palomitas en la playa ¡Vive Dios! O para los panqueques pa´l hambre –quién sabe qué será eso, pero también se carga con ellos--. Por supuesto pirámides de tupperwares que vienen llenos de todo y además de nada, pues eso que ahí se contiene rara vez es bueno al paladar. No faltan sillas, mesas, macetas para darle un toque ecológico al entorno; estufas, anafres, bolsas de carbón, de hielo que llega hecho agua y todo mojó hasta el rollo para el sanitario; revistas “TV y Novelas”, “Copropolitan” y libros tipo “La tía de las muchachas”, categoría XXX. Perros –como el inevitable Fifí de la tía solterona--, pericos (de los que se ingieren por la nariz y de los que dicen leperadas); radios, grabadoras, tiendas de campaña que se terminan de armar justo cuando se mete el sol y que traen un instructivo más complicado que los planes de Felipe Calderón para hacer frente a la crisis y a la guerra contra el narco; un altarcito para hacer homenaje al fallecido Gallo Elizalde, decenas de celulares, ya que hasta el Fifí carga con uno y un cuadernillo de oraciones con las plegarias a San Judas Tadeo y otro de San Rompopeo de los Volados, patrono de las vacaciones de cuaresma.
El muestrario gastronómico del “turista” es increíble: chiles rellenos de jamón; jamón relleno de chile, tortas de plátano o de tamal, huevos duros –miles de ellos-- con sal y salsa huichol, salchichas medio verdes por los hongos, puños de cocadas, picos de gallo con catsup, porque a la abuelita se le olvidó el chile piquín en la tienda de abarrotes a orillas del camino, donde se quedaron a deber veinte pesos por unas yerbitas para la artritis de la viejita, y eso que le dijeron que no se bajara del carro. Camarones en mil formas, millardos de bolsas de sabritas y por supuesto cerveza, decenas de miles de litros de cerveza, de todas marcas, colores, presentaciones y temperaturas, engordadoras y light; podrán los autos no llevar gasolina, se pudo haber olvidado en casa a un niño o a la tía solterona, pero nunca, ni en sueños, olvidar el cartón de cerveza o de perdida un mentado six pack --hoy “ochito” de los tiempos modernos--, para adoptar, siempre con los lentes oscuros, portes de gran galán de telenovela o parados como los de Luis Miguel en concierto o, las más de las veces, afectaciones de policía de crucero con almorranas.
Al llegar, luego de dos horas de camino entre Acaponeta y las playas del Novillero, apenas 36 kilómetros, debido al intenso tráfico que nos hace recordar el periférico de la Ciudad de México a las siete de la mañana en día de inicio de clases escolares; arribamos a la costa a buscar por espacio de otros 40 minutos, aparte de la paz y la tranquilidad de la hermosa provincia --¿cuál pues?--, un lugar donde detener el carro y por supuesto hay que aguantar las opiniones de todos, incluidas las de la abuela y las de la suegra: “aquí no, porque ahí está Petrita que me cae muy mal”; “allá tampoco pues ya está ahí Paquito que es un mirón de marca”, “a ese le apesta la boca y tiene las patas muy peludas”; “menos acá no nos vayan a confundir con Meretricia que es muy “firulais” y de cascos livianos, amén de que te trae ganas, Pepe”; “tú quieres aquí para verle las bolas a esa cuzcona de la Cuquis”. Total por fin nos instalamos –si adivinó usted--, en el peor lugar de los 80 kilómetros de la playa y todos, menos su persona amable lector que la hizo de sufrido y heroico chofer, corren felices y gritando al mar, unos a atrapar gaviotas, los más a capturar sirenas de 90-60-90. Lo dejan --nos dejan-- solos, para que seamos nosotros, los pobres mozos, mensajeros, gatos y choferes (momegachos) a que bajemos del auto todas las cosas, que instalemos la sala, el comedor y hasta la recámara para la hija y el yerno que ya llegó; para que llevemos al perro Fifí al monte, le demos galletas saladas al perico, prendamos el brasero y mal armemos la tienda de campaña o el tendido para el sol.
Dos horas y 23 corajes después, nos podemos sentar a tomar una ambarina y solo para comprobar que el yerno y/o el cuñado que por cierto fueron los únicos que no “se mocharon para las chelas”, como siempre, ya se zamparon la mitad del cartón y un six pack de remate y ni siquiera saludaron los hijos de su tal por cual.
Mientras armábamos la carpa, mal oyendo los chismes de la suegra y los chistes malos del cuñis, junto al auto se estacionaron unos chilangos quienes traían en el espacio reducido de su camioneta pick up con caseta, medio barrio de Tepito con todo y fayuca. Rápido armaron el borlote –menos el chofer por supuesto que tuvo que bajar “el equipaje” --como usted comprenderá--, pues a todo volumen pusieron la cumbia de moda, misma que repitieron hasta la saciedad; al igual que las “últimas maravillosas grabaciones que en vida hizo” Valentín Elizalde, las cumbias de “La Cabrona”, “Te lavaste la cara y el mono no”, “El Guayabo” y un repertorio infinito en las voces inconfundibles del “Buki” y Joan Sebastian. Dibujaron una cancha de fútbol en la arena y los balonazos llovieron con la misma velocidad con la que el yerno se acabó la cerveza.
Total lo demás fue normal: a las galletas con atún las “aguadó” el aire y la humedad del ambiente; el perro de los chilangos llamado Pepe como yo –porque llevaban un can raza “vilstreet”-- se peleó con nuestro Fifí y no estaba vacunado; el perico murió cuando el cordel de un papalote que vendía un tipo terriblemente feo, se le enredó en el pescuezo; los baños de los restaurantes estaban a cinco kilómetros de distancia, así que cuando uno regresaba ya tenía ganas de ir otra vez, así que no había más opción que el monte, donde los reyes absolutos y dueños del lugar son los jejenes y zancudos marca “Ohmygod”. La arena de los balonazos nos taparon las orejas y los ojos se llenaron también con esas partículas y de viejas barrigonas exhibiendo criminales ombligos que alguna autoridad debiera prohibir por perversos y es que cuando las chicas bellas y bien formadas pasan frente a nuestras narices, la suegra nos arrimaba un paragüazos –porque hasta eso llevaron a la playa—entre ceja, oreja y su retechifiosca abuela o bien nos tapaba la vista con su enorme traje de baño color verde mayate y de bolitas amarillas, del año en que Calles prohibió los cultos. El resto del tiempo se nos fue tratando de conseguir un bote de cerveza fría, en tomar coca-cola caliente y sin gas, de preocuparnos del idiota de la moto roja que amenazaba con matar a nuestros hijos, o peor aún al Fifí; y esperando que el Jet Sky descabezara un cristiano de Semana Santa.
Al fin nos regresamos, mal comidos y peor bebidos, esquivando como Dios nos dio a entender a los borrachos de la carretera, incluyendo al trinche yerno que hizo esplendidas migas con el cuñado, quienes nos dejaron atrás haciendo sonar su claxon al paso con los clásicos cinco bocinazos: “ta-ta-ta-ta-ta”. Pensamos, mientras los demás intentan revivir a la abuelita que se atragantó con un pedazo de coco, en que esa –ahora sí lo juro por Diosito— es la última vez que viaja uno a las malditas playas de “El Novillero” en Semana Santa, Acapulco o donde tenga usted la mala suerte de pasar estos días de “guardar”.
Pero que necesidad de tanta molestia. De cualquier manera, mi amigo, allá nos hoy viernes santo, ya están subiendo las cosas al carro y me están esperando, por lo pronto, me preparo a practicar la limpieza de las excrecencias del Fifí, las de la suegra, las vomitadas del yerno en el guardafangos del auto y enterrar un perico con todo y papalote, sin violar las normas de la ecología.
Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Se vinieron los días de guardar, esos que muchos malentienden como días de “empacar” las ropas y efectos personales, incluido el perico con todo y jaula, para correr a las distintas playas del país a mal pasar unos días de asueto, “celebrando”, como dicen los conductores de programas matutinos, la Semana Santa; descansos, merecidos o no, pero que siempre son bienvenidos. Ha comenzado ya la pesadilla.
Los acaponetecos no somos la excepción y apenas llega el jueves santo, no dejamos ni una alma en esta ciudad, que vista desde fuera por ojos extraños, bien pudiera parecerles a esos eventuales testigos, el lugar como un pueblo fantasma invadido por extraterrestres de esos de ojos saltones que tanto gustan al sinvergüenza de Jaime Maussán, y que a todos se llevaron para estudiarnos en algún ignoto planeta del cosmos. Así que quieras o no, allá vamos, con ridículas camisas floreadas, pantaloncillos cortos con parches en las asentaderas, calcetines negros con rombitos rojos, gorras con la imagen de la Virgen de Guadalupe –por aquello de que no todo es diversión en la Semana Santa-- o del santón Malverde; además de los infaltables lentes oscuros que nos dan un toque de Brad Pitt de petatiux, que nadie nos puede quitar de encima, aunque se tenga barriga de barril y color de llanta en la piel.
Caray, cómo somos los caponetos y los tecuanis, teniendo las enormes playas de “El Novillero”, tan cerca todo el año para nosotros solitos, nos encanta ir en bola a sufrir penurias, molestias y complicaciones el mismo día en que se les ocurre a miles de ciudadanos ir también a ese bello lugar de las costas del Pacífico --hoy pomadosa Riviera Nayarita--, gente que llega de todos los puntos cardinales, pues con eso del mundo globalizado, la entidad se llena de pobladores de Timbuctú, Besarabia, Tijuana, Guadalajara, Lomas Taurinas, Mocotito y Los Ángeles, California, todos prestos a enseñar lonjas, ombligos y otras vergüenzas para que les pegue el aire y el sol. Y es que así es nuestra naturaleza: gregaria y no lo podemos evitar.
El enojo comienza desde que sale uno de casa. Mujer e hijos llenan camionetas, camiones torton, autobuses y hasta bicicletas con todo lo que se pueda cargar: desde las indispensables tangas --incluyendo la nuestra, de caleidoscópico diseño, encajes y color morado--, hasta las inevitables suegras listas a criticar lo que hagan o dejen de hacer los pobrecitos yernos; además del horno de microondas para las palomitas en la playa ¡Vive Dios! O para los panqueques pa´l hambre –quién sabe qué será eso, pero también se carga con ellos--. Por supuesto pirámides de tupperwares que vienen llenos de todo y además de nada, pues eso que ahí se contiene rara vez es bueno al paladar. No faltan sillas, mesas, macetas para darle un toque ecológico al entorno; estufas, anafres, bolsas de carbón, de hielo que llega hecho agua y todo mojó hasta el rollo para el sanitario; revistas “TV y Novelas”, “Copropolitan” y libros tipo “La tía de las muchachas”, categoría XXX. Perros –como el inevitable Fifí de la tía solterona--, pericos (de los que se ingieren por la nariz y de los que dicen leperadas); radios, grabadoras, tiendas de campaña que se terminan de armar justo cuando se mete el sol y que traen un instructivo más complicado que los planes de Felipe Calderón para hacer frente a la crisis y a la guerra contra el narco; un altarcito para hacer homenaje al fallecido Gallo Elizalde, decenas de celulares, ya que hasta el Fifí carga con uno y un cuadernillo de oraciones con las plegarias a San Judas Tadeo y otro de San Rompopeo de los Volados, patrono de las vacaciones de cuaresma.
El muestrario gastronómico del “turista” es increíble: chiles rellenos de jamón; jamón relleno de chile, tortas de plátano o de tamal, huevos duros –miles de ellos-- con sal y salsa huichol, salchichas medio verdes por los hongos, puños de cocadas, picos de gallo con catsup, porque a la abuelita se le olvidó el chile piquín en la tienda de abarrotes a orillas del camino, donde se quedaron a deber veinte pesos por unas yerbitas para la artritis de la viejita, y eso que le dijeron que no se bajara del carro. Camarones en mil formas, millardos de bolsas de sabritas y por supuesto cerveza, decenas de miles de litros de cerveza, de todas marcas, colores, presentaciones y temperaturas, engordadoras y light; podrán los autos no llevar gasolina, se pudo haber olvidado en casa a un niño o a la tía solterona, pero nunca, ni en sueños, olvidar el cartón de cerveza o de perdida un mentado six pack --hoy “ochito” de los tiempos modernos--, para adoptar, siempre con los lentes oscuros, portes de gran galán de telenovela o parados como los de Luis Miguel en concierto o, las más de las veces, afectaciones de policía de crucero con almorranas.
Al llegar, luego de dos horas de camino entre Acaponeta y las playas del Novillero, apenas 36 kilómetros, debido al intenso tráfico que nos hace recordar el periférico de la Ciudad de México a las siete de la mañana en día de inicio de clases escolares; arribamos a la costa a buscar por espacio de otros 40 minutos, aparte de la paz y la tranquilidad de la hermosa provincia --¿cuál pues?--, un lugar donde detener el carro y por supuesto hay que aguantar las opiniones de todos, incluidas las de la abuela y las de la suegra: “aquí no, porque ahí está Petrita que me cae muy mal”; “allá tampoco pues ya está ahí Paquito que es un mirón de marca”, “a ese le apesta la boca y tiene las patas muy peludas”; “menos acá no nos vayan a confundir con Meretricia que es muy “firulais” y de cascos livianos, amén de que te trae ganas, Pepe”; “tú quieres aquí para verle las bolas a esa cuzcona de la Cuquis”. Total por fin nos instalamos –si adivinó usted--, en el peor lugar de los 80 kilómetros de la playa y todos, menos su persona amable lector que la hizo de sufrido y heroico chofer, corren felices y gritando al mar, unos a atrapar gaviotas, los más a capturar sirenas de 90-60-90. Lo dejan --nos dejan-- solos, para que seamos nosotros, los pobres mozos, mensajeros, gatos y choferes (momegachos) a que bajemos del auto todas las cosas, que instalemos la sala, el comedor y hasta la recámara para la hija y el yerno que ya llegó; para que llevemos al perro Fifí al monte, le demos galletas saladas al perico, prendamos el brasero y mal armemos la tienda de campaña o el tendido para el sol.
Dos horas y 23 corajes después, nos podemos sentar a tomar una ambarina y solo para comprobar que el yerno y/o el cuñado que por cierto fueron los únicos que no “se mocharon para las chelas”, como siempre, ya se zamparon la mitad del cartón y un six pack de remate y ni siquiera saludaron los hijos de su tal por cual.
Mientras armábamos la carpa, mal oyendo los chismes de la suegra y los chistes malos del cuñis, junto al auto se estacionaron unos chilangos quienes traían en el espacio reducido de su camioneta pick up con caseta, medio barrio de Tepito con todo y fayuca. Rápido armaron el borlote –menos el chofer por supuesto que tuvo que bajar “el equipaje” --como usted comprenderá--, pues a todo volumen pusieron la cumbia de moda, misma que repitieron hasta la saciedad; al igual que las “últimas maravillosas grabaciones que en vida hizo” Valentín Elizalde, las cumbias de “La Cabrona”, “Te lavaste la cara y el mono no”, “El Guayabo” y un repertorio infinito en las voces inconfundibles del “Buki” y Joan Sebastian. Dibujaron una cancha de fútbol en la arena y los balonazos llovieron con la misma velocidad con la que el yerno se acabó la cerveza.
Total lo demás fue normal: a las galletas con atún las “aguadó” el aire y la humedad del ambiente; el perro de los chilangos llamado Pepe como yo –porque llevaban un can raza “vilstreet”-- se peleó con nuestro Fifí y no estaba vacunado; el perico murió cuando el cordel de un papalote que vendía un tipo terriblemente feo, se le enredó en el pescuezo; los baños de los restaurantes estaban a cinco kilómetros de distancia, así que cuando uno regresaba ya tenía ganas de ir otra vez, así que no había más opción que el monte, donde los reyes absolutos y dueños del lugar son los jejenes y zancudos marca “Ohmygod”. La arena de los balonazos nos taparon las orejas y los ojos se llenaron también con esas partículas y de viejas barrigonas exhibiendo criminales ombligos que alguna autoridad debiera prohibir por perversos y es que cuando las chicas bellas y bien formadas pasan frente a nuestras narices, la suegra nos arrimaba un paragüazos –porque hasta eso llevaron a la playa—entre ceja, oreja y su retechifiosca abuela o bien nos tapaba la vista con su enorme traje de baño color verde mayate y de bolitas amarillas, del año en que Calles prohibió los cultos. El resto del tiempo se nos fue tratando de conseguir un bote de cerveza fría, en tomar coca-cola caliente y sin gas, de preocuparnos del idiota de la moto roja que amenazaba con matar a nuestros hijos, o peor aún al Fifí; y esperando que el Jet Sky descabezara un cristiano de Semana Santa.
Al fin nos regresamos, mal comidos y peor bebidos, esquivando como Dios nos dio a entender a los borrachos de la carretera, incluyendo al trinche yerno que hizo esplendidas migas con el cuñado, quienes nos dejaron atrás haciendo sonar su claxon al paso con los clásicos cinco bocinazos: “ta-ta-ta-ta-ta”. Pensamos, mientras los demás intentan revivir a la abuelita que se atragantó con un pedazo de coco, en que esa –ahora sí lo juro por Diosito— es la última vez que viaja uno a las malditas playas de “El Novillero” en Semana Santa, Acapulco o donde tenga usted la mala suerte de pasar estos días de “guardar”.
Pero que necesidad de tanta molestia. De cualquier manera, mi amigo, allá nos hoy viernes santo, ya están subiendo las cosas al carro y me están esperando, por lo pronto, me preparo a practicar la limpieza de las excrecencias del Fifí, las de la suegra, las vomitadas del yerno en el guardafangos del auto y enterrar un perico con todo y papalote, sin violar las normas de la ecología.
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