Por: Juan Fregoso
Patricio Valdemar era un joven de apenas 17 años, apuesto, de rostro afilado, sus ojos pequeños, color negro, rasgados como de chino, parecían traspasar a sus amigos que eran muchos. Usaba, tal y como se estilaba en los ochenta, el pelo largo que le caía más allá de los hombros, al grado de que en no pocas ocasiones lo confundían con mujer, sobre todo cuando lo miraban de espaldas. Esta apariencia frecuentemente era motivo de altercados entre conocidos y desconocidos, pero él, inteligentemente, evitaba salir de pleito con aquellos que le gastaban alguna broma relacionada con su cuerpo extremadamente espigado, pues, su cintura parecía la de una mujer o “morra”, como se acostumbraba en aquel tiempo llamarle a las chicas; en contraste, su torso era ancho y sus brazos y piernas fuertes, producto de los ejercicios que practicaba diariamente, ya que era aficionado al físico culturismo y al karate, deporte que, sin duda alguna, exige una profunda disciplina que le ayudó a forjarse un carácter recio y un espíritu fuerte, como de roble. Esto él lo sabía, se conocía a la perfección y por eso esquivaba pelearse con sus amigos o con cualquier otro; estaba preparado para el combate y sabía que a sus retadores, que eran muchos, los pondría fuera de combate en un santiamén, pero tenía muy presentes los consejos de sus maestros: el karate no es para echar camorra, a menos que sea estrictamente necesario, solamente cuando tu vida esté en riesgo puedes hace uso de tus conocimientos. Y él acataba fielmente ese código de honor que le enseñaron sus maestros.
En los ochenta no se hablaba más que de cerveza y carrujos de mota, se podría decir que el cuerpo social de los ochenta estaba completamente sano, en comparación con el que hoy vemos; un cuerpo enfermo, lleno de llagas, completamente gangrenado por una pandemia que poco a poco ha ido desgarrando el tejido social, esa epidemia en la actualidad tiene un nombre muy familiar: narcotráfico, término que en los ochenta se confundía con el de contrabando, ya que en estricto sentido son conceptos muy diferentes. Pero bueno, Patricio no tenía ningún vicio. Su vida se limitaba al ejercicio únicamente. Su madre, doña María —viuda de don Artemio Valderrama— se sentía orgullosa de su hijo, porque en ese tiempo la mayoría de jóvenes estaban entregados más que a la cerveza a la “mota”; Patricio —o “Pato”— como le decía de cariño cuando este era pequeño—, era lo contrario de aquella juventud perdida en los paraísos artificiales. Su mejor amigo era Ulises, dos años menor que él, pero tampoco tenía vicios, Ulises era un muchacho exageradamente estudioso, tanto que se ganó el apodo de “El Sabio”, marbete que le endilgaron sus compañeros y amigos porque no hacía ronda con ellos; se identificaba mucho con Patricio, con quien tenía muchos rasgos en común, pues también le encantaba el karate —aunque no lo practicó de la misma manera que su amigo, se entrenaba más bien en el físico culturismo—, aunque su amor por el estudio no le permitía dedicarse al cien por ciento a sus deportes preferidos —los mismos de Patricio—siempre que podían se reunían a platicar, a escuchar la música de moda o de las aventuras corridas con alguna chica, en realidad eran cosas propias de su edad. ¡Nada de vicio!
Los dos eran del mismo pueblo, de San Lorenzo, una pequeña ciudad ubicada a escasa distancia del mar, a donde acostumbraban ir con frecuencia a “echarse un taco de ojo”, viendo a las chicas chapotear en minúsculas tangas en aquel gigantesco espejo azul. Nunca tomaban bebidas alcohólicas, mucho menos otro tipo de sustancias tóxicas; su debilidad eran las mujeres, que curiosamente hasta en eso coincidían, pues la misma “morra” que le gustaba a uno le gustaba al otro. Mas nunca salieron de pleito por esta razón, siempre se ponían de acuerdo: Órale, pues, te la dejo…pero la próxima, es mía, le decía Patricio a Ulises, que siempre soltaba una sonora carcajada; pues qué culpa tengo yo de estar más “carita” que tú, le decía en son de broma, mientras que Patricio tomaba la guasa como lo más natural del mundo: estimaba mucho a su amigo y no por unas faldas iba a perder ese tesoro que es la amistad. Por algunos años compartieron este y otro tipo de experiencias; jamás tuvieron una desavenencia, porque su amistad era realmente diamantina, como las rocas del mar que resisten el fuerte golpeteo del oleaje. Nada, ni nadie, rompieron ese lazo fraternal que los unió durante mucho tiempo en que se divirtieron a lo grande, de una manera sana.
Sólo el destino los separó inexorablemente. Ulises tuvo que irse a seguir sus estudios a la capital del estado, pues sus padres querían que su hijo tuviera una profesión que le permitiera abrirse paso en la vida y él respetó la decisión de sus progenitores; además, también él lo anhelaba —pese a que le dolía separase de su gran amigo— porque le gustaba mucho el estudio y quería ser un hombre preparado y ser útil a la sociedad. Se despidieron con gran pesar en la central camionera; se abrazaron fuertemente como queriendo fundirse en un solo ser; no pudieron contener derramar unas gotas de agua salada —como el agua del océano—que resbalaron por sus juveniles mejillas, que casi con coraje se limpiaron con fuerza para que la concurrencia no se diera cuenta. Luego, hubo un pesado silencio entre los amigos, como si ambos se hubiesen quedado mudos. Fue Patricio quien rompió el mutismo: ¡Carajo, con una ching…! ya súbete al camión que va a dejarte, —apremió a su amigo contra su propia voluntad— y en efecto, el autobús ya estaba caminando. Ulises corrió y le dio alcance y ascendió a el. Se sentó en el asiento asignado y no pudo resistir la tentación de echar un vistazo por la ventanilla; sacó la mano y la movió como si fuera abanico en señal de despedida; no pudo evitar que se le hiciera un nudo en la garganta, al sentir que el camión se alejaba, en tanto que Patricio, parado en la banqueta de la vieja central, siguió su trayectoria hasta que ese pesado armatoste rodante se perdió de vista…y con él su amigo, su hermano. ¿Cuándo lo volvería a ver? ¡Sólo Dios lo sabía!
Pasaron más de cinco años en que ninguno supo nada del otro, pues aunque Ulises le mandó algunas cartas, Patricio nunca se las contestó. Pasó el tiempo y un día, inesperadamente, Ulises regresó a su pueblo, a su casa, y tan luego desempacó, lo primero que hizo fue buscar a su amigo; no lo encontró. Y tanto sus padres, como doña Maria, le dijeron que no sabían nada de él…que por un tiempo continuó asistiendo a sus clases de karate, pero que de pronto desapareció y ya no regresó. ¿Se robaría a alguna morra?, a lo mejor ya se casó y teme regresar por la ira de sus padres, quiero decir de sus “suegros”, dijo Ulises, tratando de explicarse la ausencia de su amigo. Con las ganas que tengo de verlo, le traje ropa y un par de tenis, de esos que a él le gustan mucho —miren, aquí están—, exclamó. Doña María —que parecía más vieja de lo que era— le dijo mucho más al muchacho; mi hijo desapareció como a los seis meses que tú te fuiste, y desde entonces no sé nada de él, como comprenderás estoy muy preocupada, no sé dónde esté, a lo mejor le pasó algo malo…la verdad ya no sé qué pensar, dijo con los ojos llorosos. Cálmese, tranquila, le dijo Ulises, en tono conciliador, tratando de consolarla; le dolía hasta el alma ver el sufrimiento reflejado en el semblante de la madre de su amigo. Entonces, le dijo; yo me encargaré de dar con él, tengamos fe, lo voy a encontrar, no sé cómo, pero lo encontraré, expresó con determinación.
Ulises se dio a la tarea de preguntar a sus demás amigos, a los padres de estos, incluso fue al gimnasio donde Patricio realizaba sus ejercicios, pero nadie le supo dar razón. ¿Dónde estaría? ¿A dónde se iría? Ni modo que se lo haya tragado la tierra, pensó. ¿Qué le pudo haber pasado para irse, nomás así, sin decirle nada a su madre? Esas y muchas más interrogantes martilleaban su cerebro; no quería ni siquiera imaginarse que a su amigo le hubiera ocurrido algo malo, algún accidente. ¡Ni Dios lo quiera, caviló!
Como el amigo de verdad que era, Ulises no claudicó en su empeño por dar con el paradero de su amigo. Un día, sin proponérselo, abordó un camión cuyo letrero decía: “San Antonio”. No estaba lejos de San Lorenzo, cuando mucho serían unos ochenta kilómetros. Al llegar al poblado, caminó por las polvorientas calles de aquella comunidad, en donde sólo encontraba a personas aisladas que lo miraban como si fuera un bicho raro, algo muy natural, pues se trataba de un extraño para esa gente. Caminó, caminó, caminó, quien sabe cuánto, hasta detenerse en la vieja capilla de San Antonio. Entró al templo donde un sacerdote oficiaba la misa dominical. Ahí dentro de ese recinto sagrado elevó su vista a la efigie de la Virgen de Guadalupe y con mucho fervor le imploró lo iluminara para encontrar a su amigo. Al terminar la ceremonia, Ulises salió y con pasos vacilantes enfiló su mirada a todo el perímetro tratando de descubrir entre los lugareños el rostro de Patricio.
Casi a doscientos metros de la iglesia vio un grupo de hombres, eran como seis y estaban formados en círculo. Vio como se pasaban unos a otros una botella de vino corriente. Se acercó lentamente, con cierto temor de que aquellos hombres le echaran bronca, pues estaban completamente alcoholizados. A un metro de distancia le pareció reconocer el rostro de Patricio. No, no puede ser él, él nunca ha tomado—razonó—; sin embargo, tras recorrer a ese individuo de apariencia andrajosa, descuidada, totalmente borracho y hablando puras incoherencias, le costó trabajo aceptar que era Patricio, sí, era él, ya no le cabía la menor duda. Contemplarlo en ese estado fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica o algo parecido, todo su cuerpo se estremeció, no lo podía concebir, se negaba a sí mismo que ese hombrecillo convertido en piltrafa fuera su amigo, que ni siquiera reparaba en su presencia, su única atención estaba centrada en aquella botella de vino que se empinaba con malsano placer.
--Pa…Patricio, eres tú —preguntó, casi arrastrando las palabras—, aún con la esperanza de estar equivocado. El interpelado volteó dirigiéndole una mirada de zombi, sin prestarle mucha atención. Ulises, volvió a hablarle, Patricio, no me conoces; soy Ulises, tu amigo, te acuerdas. Patricio, entonces, clavó su negra mirada en el intruso, lo miró de arriba abajo, como cuando iban a las playas a “echarse un taco de ojos” con las chicas. De pronto, exclamó con una voz carrasposa, casi ininteligible, y soltó: ¡Ulises, Ulises!, ¿eres tú…mi hermano, mi gran amigo “El Sabio”? Sí Patricio, soy yo —“El Sabio”—, como tú y los demás me llamaban.
Y qué haces aquí, hermano. ¿No lo adivinas?, te busco, te he andado buscando desde hace tiempo. Tu madre está preocupada por no saber de ti. Vámonos, Patricio, necesitas ayuda. ¿Ayuda?, para qué, no me pasa nada, respondió. Estoy bien, créemelo, mírame, ja, esto es vida. No, Patricio, esto no es vida, no comprendes que te estás destruyendo, que el alcohol te puede matar. ¡Bah, eso es puro cuento! balbuceó, aquel hombre que en otros tiempos fuera un joven libre de vicios, un joven deportista, amante del karate, un joven ejemplar, modelo de su madre, pero que ahora costaba trabajo reconocerlo, porque el alcohol lo había convertido en un guiñapo, literalmente en un anciano, que a Ulises le dolía tanto verlo así.
¿Por qué, Patricio?, preguntó Ulises, por qué caíste en las garras de este maldito vicio. Tú, un hombre cuyo único vicio era el deporte, que nunca probó ni una gota de cerveza. ¿Qué te pasó, amigo, qué diablos te pasó para que cambiaras tu forma de vida? No lo sé, contestó Patricio, de veras que no lo sé. Sólo recuerdo que un día —quien sabe qué día— me invadió un extraño sentimiento, creo que se llama melancolía o no sé cómo…el caso es que sin darme cuenta ya estaba tomando en una cantina, como comprenderás ahora soy un pinche borracho, qué quieres qué haga con un carajo. ¡Qué te cures!, contestó Ulises, por fortuna en la actualidad hay muchos centros de rehabilitación, te vamos a internar en el mejor para que te recuperes, le dijo en tono ya no fraternal, sino paternal; volverás a ser el mismo de antes, Patricio, volverás a practicar tus deportes preferidos que te ayudarán a desintoxicar aún más tu organismo. ¡Ya lo verás, amigo!
Ulises cumplió su palabra. Con el consentimiento de doña María internaron a Patricio en un centro de rehabilitación de la llamada Perla Tapatía. Fueron casi dos años de estar encerrado en aquel lugar en donde Patricio recibía el tratamiento debido, su tratamiento incluía tanto medicamentos para desintoxicar su organismo, como atención psicológica. Dos años estuvo ahí encerrado, compartiendo su experiencia con los demás internos que también estaban allí para curarse…tratando de salir del hoyo en que habían caído. Un día le dijeron los médicos que ya estaba sanado, que podía salir y reincorporase a la sociedad, pero le advirtieron: a partir de hoy no intentes ni siquiera oler una copa de vino o cerveza, sería un grave error de tu parte si lo hicieras. Patricio asintió y dijo con orgullo: jamás volveré a este lugar, porque ya no pienso tomar ni una gota de ese veneno, expresó con determinación.
Al salir, lo estaban esperando su madre y su amigo Ulises. Ella lo abrazó y lloró; mi niño, mi pequeño “Pato”, expresó la señora con cariño, con amor, con ese amor que sólo una madre puede sentir por su hijo. ¡Bravo! —soltó Ulises—, bienvenido a una nueva vida, ahora podrás seguir practicando tu deporte, le dijo, abrazándolo como aquel día en que se despidieron de la central camionera. Gracias, amigo. Todo te lo debo a ti y a esta viejecita a quien ya no le ocasionaré más penas, le dijo Patricio a Ulises. Luego, partieron con destino a su pueblo; la pesadilla había terminado, Patricio volvería a ser mejor que antes, no solamente en el deporte, sino que llenaría de alegría a su madre, le daría todo su amor, trabajaría como negro para darle todo aquello que nunca le había dado. De pronto, una duda lo asaltó ¿habría vencido definitivamente el vicio del alcohol? Y es que antes de entrar en ese oscuro túnel había escuchado a ebrios consuetudinarios que dejar el alcohol no era nada fácil, que se necesitaban muchas agallas para dejarlo para siempre…que un alcohólico, siempre sería un alcohólico. Desechó esos pensamientos negativos, él era fuerte —se dijo— y nunca más volvería a caer en ese horrendo pozo, tenía una razón poderosa para no tomar de nuevo: su madre, ese maravilloso ser que le había dado la vida no merecía sufrir por su culpa. Por ella y por él mismo, lucharía por ser un hombre nuevo, estudiaría como muchas veces le pidió Ulises y se convertiría en un profesionista como éste. Finalmente, cayó en la cuenta que aquel terrible episodio de su vida había sido una prueba de Dios, quien seguramente quiso probar su fortaleza espiritual, pues más de alguna vez Patricio —el joven deportista— llegó a sentirse tan poderoso al grado de dudar de la existencia de ese Ser Invisible que desde algún lugar gobierna el mundo. Patricio ahora estaba seguro que Dios no es tan invisible como muchos creen, Él se manifiesta de muchas formas y, en su caso, se le había presentado en Ulises, el amigo, el hermano que nunca tuvo, para transmitirle a través de él su amor por el ser humano; para rescatarlo del vacío en que había caído, para enseñarle que sin la fe no somos nada, excepto una simple hoja al capricho del viento de las tempestades terrenales. Patricio comprendió, entonces, que la verdadera amistad no sólo es un tesoro, sino el vínculo entre Dios y el hombre.
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