Por: Blanca León
Fue un viaje maravilloso, no sé cómo llegamos allá, pero en ese tiempo, andábamos viajando en bola, en una camionetita del tío político, esposo de la más querida tía. Era una camioneta pequeña, vieja, que siempre nos dejaba a medio camino porque se ponchaba, le tronaba una llanta y mi tío jamás traía refacción. Recuerdo esto de los viajes a la playa, y lo curioso es que siempre pasaba un amigo, el señor de la tintorería, que le prestaba una llanta para llegar al pueblo de nuevo. Que chistoso.
En esta ocasión el viaje no fue al mar; fuimos al ranchito del tío, a la orilla de un pueblo, mejor dicho, al sitio frente a sus tierras, donde tenían unas construcciones que servían, una de cocina, otra de recámara, pero no unidas entre sí, situadas varios metros la una de la otra. Por ahí cerca, había algunos corrales donde reunían sus vacas.
Las casitas, de paredes enjarradas con lodo, ¿ las han visto? Y techo de paja de dos aguas.
Desde ése sitio, fuimos a cortar nanchis, la aceituna mexicana, que se da en arbustos, así, la frutita verde se corta para curtirla en vinagre, y ponerla en las comidas, o comerla como aceituna. Cuando están maduras, caen al suelo, amarillas, y se usan para bebidas, machacándolas y mezclándolas con agua y azúcar.
No es poca cosa, andar cortando o juntando nanchis, sobre todo por el zancudero, jajaja, te pican los mosquitos a más no poder, aún así, hay personas que se dedican a juntarlas y venderlas por cantidades grandes.
En la tarde, supondré que inmediatamente después de que entramos a la cocina a comer, porque recuerdo que en el fogón, colocado por ahí en el centro de la cocina de piso de barro, mi tía nos hizo tortillas que comimos como “burritos”, es decir, la tortilla, sacada directamente del comal, se moja en agua con sal, y se aprieta con fuerza, lo suficiente para que parezca masa de nuevo, pero ésta ya está cocida.
Después de comernos algunos burritos, supimos que llovería, corría aire muy fresco, se olía la lluvia en el aire, se oían los truenos acercándose. No les dije, que las casitas, estaban situadas en un sitio alto, porque abajo, a metros abajo, empezaba el campo, no sé si fuera una formación natural, o hayan emparejado esa zona alta en un pequeño cerro, pero en aquel tiempo, de pocas máquinas y solo uno o dos tractores en todo un pueblo, lo mas seguro es que fuera una planicie natural.
Lloviznaba, y mi madre quiso salir a bañarse en la lluvia. Tenía tantos años ya lejos de estos sitios donde llovía, que estaba feliz de que le tocara el aguacero. La acompañé, allá afuera, al viento, la lluvia y los rayos.
Nos paramos al borde de la planicie, allá abajo se extendía el campo, los sembradíos, la zona de nanchis; y la cortina de lluvia. Se veía venir hacia nosotros, una enorme cortina de lluvia, cual muralla, avanzaba empapando el valle. Sí, hermoso, pero temible, porque también, huyendo de ella, vinieron las vacas, y cerca de nosotros, se encaminaban a sus corrales, la mayoría permanecieron abajo, solo un toro llegó hasta unos metros de nosotros, nos acompañó a ver el panorama ahí, mugiendo una que otra vez.
Yo moría de miedo, a los animales, a los rayos, ¿sabes que dicen que las reses atraen los rayos hacia sus cuernos? De hecho, mueren por esta causa de vez en cuando, y yo le tenía tanto pavor a los rayos como a las reses. Estaba yo, cosida a la falda de mamá, que estaba feliz mojándose, yo no, yo estaba cumpliendo con mi inexplicable labor, de cuidarla.
La cortina de lluvia, llegó, nos empapó y se fue, volvimos a la casita, donde se habían quedado todos, menos las locas de mi madre y yo. Fue divertido, todos, tenían las caras tiznadas de hollín, ja ja ja ja, la lluvia y el viento zarandearon de tal modo la paja del techo lleno del hollín que exhalaban las hornillas, que terminó por escurrirles encima, y salieron como nuestros negros postizos de las fiestas de Semana Santa, cubiertos de pies a cabeza. Fue un día de emociones, desde luego.
Fue un viaje maravilloso, no sé cómo llegamos allá, pero en ese tiempo, andábamos viajando en bola, en una camionetita del tío político, esposo de la más querida tía. Era una camioneta pequeña, vieja, que siempre nos dejaba a medio camino porque se ponchaba, le tronaba una llanta y mi tío jamás traía refacción. Recuerdo esto de los viajes a la playa, y lo curioso es que siempre pasaba un amigo, el señor de la tintorería, que le prestaba una llanta para llegar al pueblo de nuevo. Que chistoso.
En esta ocasión el viaje no fue al mar; fuimos al ranchito del tío, a la orilla de un pueblo, mejor dicho, al sitio frente a sus tierras, donde tenían unas construcciones que servían, una de cocina, otra de recámara, pero no unidas entre sí, situadas varios metros la una de la otra. Por ahí cerca, había algunos corrales donde reunían sus vacas.
Las casitas, de paredes enjarradas con lodo, ¿ las han visto? Y techo de paja de dos aguas.
Desde ése sitio, fuimos a cortar nanchis, la aceituna mexicana, que se da en arbustos, así, la frutita verde se corta para curtirla en vinagre, y ponerla en las comidas, o comerla como aceituna. Cuando están maduras, caen al suelo, amarillas, y se usan para bebidas, machacándolas y mezclándolas con agua y azúcar.
No es poca cosa, andar cortando o juntando nanchis, sobre todo por el zancudero, jajaja, te pican los mosquitos a más no poder, aún así, hay personas que se dedican a juntarlas y venderlas por cantidades grandes.
En la tarde, supondré que inmediatamente después de que entramos a la cocina a comer, porque recuerdo que en el fogón, colocado por ahí en el centro de la cocina de piso de barro, mi tía nos hizo tortillas que comimos como “burritos”, es decir, la tortilla, sacada directamente del comal, se moja en agua con sal, y se aprieta con fuerza, lo suficiente para que parezca masa de nuevo, pero ésta ya está cocida.
Después de comernos algunos burritos, supimos que llovería, corría aire muy fresco, se olía la lluvia en el aire, se oían los truenos acercándose. No les dije, que las casitas, estaban situadas en un sitio alto, porque abajo, a metros abajo, empezaba el campo, no sé si fuera una formación natural, o hayan emparejado esa zona alta en un pequeño cerro, pero en aquel tiempo, de pocas máquinas y solo uno o dos tractores en todo un pueblo, lo mas seguro es que fuera una planicie natural.
Lloviznaba, y mi madre quiso salir a bañarse en la lluvia. Tenía tantos años ya lejos de estos sitios donde llovía, que estaba feliz de que le tocara el aguacero. La acompañé, allá afuera, al viento, la lluvia y los rayos.
Nos paramos al borde de la planicie, allá abajo se extendía el campo, los sembradíos, la zona de nanchis; y la cortina de lluvia. Se veía venir hacia nosotros, una enorme cortina de lluvia, cual muralla, avanzaba empapando el valle. Sí, hermoso, pero temible, porque también, huyendo de ella, vinieron las vacas, y cerca de nosotros, se encaminaban a sus corrales, la mayoría permanecieron abajo, solo un toro llegó hasta unos metros de nosotros, nos acompañó a ver el panorama ahí, mugiendo una que otra vez.
Yo moría de miedo, a los animales, a los rayos, ¿sabes que dicen que las reses atraen los rayos hacia sus cuernos? De hecho, mueren por esta causa de vez en cuando, y yo le tenía tanto pavor a los rayos como a las reses. Estaba yo, cosida a la falda de mamá, que estaba feliz mojándose, yo no, yo estaba cumpliendo con mi inexplicable labor, de cuidarla.
La cortina de lluvia, llegó, nos empapó y se fue, volvimos a la casita, donde se habían quedado todos, menos las locas de mi madre y yo. Fue divertido, todos, tenían las caras tiznadas de hollín, ja ja ja ja, la lluvia y el viento zarandearon de tal modo la paja del techo lleno del hollín que exhalaban las hornillas, que terminó por escurrirles encima, y salieron como nuestros negros postizos de las fiestas de Semana Santa, cubiertos de pies a cabeza. Fue un día de emociones, desde luego.
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