"Ni aún permaneciendo sentado junto al fuego de su hogar, puede el hombre escapar a la sentencia de su destino" dijo en alguna de sus tragedias el dramaturgo griego Esquilo. Monseñor Ignacio Díaz y Macedo, primer Obispo de Tepic, andando de visita pastoral por la parroquia de Acaponeta, apenas en los albores del siglo XX, fue sorprendido por la parca justamente el 14 de junio de 1905. Todo indica que el Dr. Díaz y Macedo, enfermó gravemente en esta ciudad, y falleció ante la sorpresa de todos. Nacido en la capital de Jalisco el 25 de enero de 1853, fue siempre un prelado católico muy estimado por la congregación cristiana de lo que aún no era Nayarit, desde que fue entronizado como Obispo --el primero en Tepic-- por el Papa León XIII en enero de 1893, catorce meses después de la fundación de la diócesis.
Sin duda el más sorprendido por la muerte del destacado eclesiástico fue el párroco de la ciudad, que en aquellos tiempos era el padre Don Buenaventura O´Connor, el cual, seguramente angustiado por el deceso del patriarca, recurrió a los buenos consejos del Lic. Leonardo Rodríguez, ya que había la insistencia del Jefe Político del Territorio --Nayarit aún no era Estado--, General Mariano Ruiz, quien exigía que los restos de Don Ignacio fueran llevados a Tepic, sin omitir gastos y venciendo todos los obstáculos. Podemos imaginar la preocupación del sacerdote O´Connor, quien luego de tener en su parroquia el cuerpo inerte del Obispo --nada menos y nada más--, aun tenía que soportar las presiones de los tepicenses y la autoridad gubernamental. Y es que, además, antes de morir, Díaz y Macedo, como última voluntad, pidió que su cadáver no se tocara y que fuera sepultado ahí en el lugar donde Dios lo mandaba llamar. El abogado Rodríguez, aconsejó que se cumpliera la voluntad del pastor. Años más tarde, justamente en 1935, Leonardo Rodríguez redactó una crónica de lo acontecido y narró lo que le dijo el cura: "...siendo necesario que mañana en las primeras horas de la tarde, esté arreglada del todo la fosa en donde se va a depositar el cadáver de nuestro pastor; acabo de hablar con el encargado del panteón municipal para que dé la tierra, y me dijo: que si seguía la línea que llevan los sepulcros en primera clase, el sepulcro para el Señor Obispo quedará en el extremo opuesto al de la entrada y por lo mismo confundido con los demás sepulcros y, si no ignorada, no visible; pero que si conseguía permiso de la autoridad correspondiente para abrir el sepulcro del Señor Obispo en primera clase en el lugar donde tiene que comenzarse otra línea, entonces quedaría junto al corredor de la entrada y sería visto por todos los que fueran al panteón a venerar sus restos o a visitar las tumbas donde están sus deudos".
Sin duda el más sorprendido por la muerte del destacado eclesiástico fue el párroco de la ciudad, que en aquellos tiempos era el padre Don Buenaventura O´Connor, el cual, seguramente angustiado por el deceso del patriarca, recurrió a los buenos consejos del Lic. Leonardo Rodríguez, ya que había la insistencia del Jefe Político del Territorio --Nayarit aún no era Estado--, General Mariano Ruiz, quien exigía que los restos de Don Ignacio fueran llevados a Tepic, sin omitir gastos y venciendo todos los obstáculos. Podemos imaginar la preocupación del sacerdote O´Connor, quien luego de tener en su parroquia el cuerpo inerte del Obispo --nada menos y nada más--, aun tenía que soportar las presiones de los tepicenses y la autoridad gubernamental. Y es que, además, antes de morir, Díaz y Macedo, como última voluntad, pidió que su cadáver no se tocara y que fuera sepultado ahí en el lugar donde Dios lo mandaba llamar. El abogado Rodríguez, aconsejó que se cumpliera la voluntad del pastor. Años más tarde, justamente en 1935, Leonardo Rodríguez redactó una crónica de lo acontecido y narró lo que le dijo el cura: "...siendo necesario que mañana en las primeras horas de la tarde, esté arreglada del todo la fosa en donde se va a depositar el cadáver de nuestro pastor; acabo de hablar con el encargado del panteón municipal para que dé la tierra, y me dijo: que si seguía la línea que llevan los sepulcros en primera clase, el sepulcro para el Señor Obispo quedará en el extremo opuesto al de la entrada y por lo mismo confundido con los demás sepulcros y, si no ignorada, no visible; pero que si conseguía permiso de la autoridad correspondiente para abrir el sepulcro del Señor Obispo en primera clase en el lugar donde tiene que comenzarse otra línea, entonces quedaría junto al corredor de la entrada y sería visto por todos los que fueran al panteón a venerar sus restos o a visitar las tumbas donde están sus deudos".
Finalmente el Lic. Rodríguez aconsejó que se inhumara al jerarca donde hace centro el panteón, ya que, explicó, de ahí parten las cuatro calles que dividen al cementerio en las mencionadas clases --no sabemos si sociales o de calidad de tierra--. El caso es que en el centro quedaría ubicado en territorio de segunda clase y no sería bien visto por la grey católica; sin embargo, Don Leonardo, dijo al cura Buenaventura que a futuro se construiría sobre los restos de Díaz y Macedo un monumento y posteriormente: "una capilla que a la vez que guarde los restos de nuestro Santo Obispo, hable a las generaciones de sus altas virtudes e inmortalice su memoria", cosa que entusismó sobremanera al párroco.
A pesar de las buenas intenciones de O´Connor y del Lic. Rodríguez, la edificación de la hoy capilla del panteón, no fue sino hasta el año de 1923 y es que los retrasos fueron varios. Primero, una hermana del Obispo, la señorita Salvadora Díaz, insistió en llevar un croquis del edificio que iba a contener los restos de su amado familiar, pero estos nunca llegaron; posteriormente se vinieron las batallas, conflictos e incovenientes de la revolución y la construcción del monumento se aplazó. Por último, en el mencionado año de 1923, se conformó una junta de notables que dedicarían sus esfuerzos para culminar el trabajo, a pesar de que el sacerdote Buenaventura O´Connor, ya había fallecido; dirigían esa improvisada asociación altruista los señores Manuel Romano, como presidente y como tesorero Don Miguel Lora, quienes comenzaron a arbitrarse fondos de aquí y allá, hasta que llegó el acaudalado Sr. Fermín Maisterrena y donó la heróica cantidad de mil 500 pesos, lo que dio un buen impulso a la labor y motivó a los demás a cooperar con más ganas y hasta el Ayuntamiento que presidía el Sr. Luis Jiménez, por medio de sesión de cabildo autorizó la construcción del edificio, mismo que finalmente concluyó el año de 1926 con los buenos oficios del maestro de obra Víctor de León y su segundo Antonio Rendón.
Hoy este lugar es capilla, oficina del administrador del cementerio y hasta bodega donde guardan sus "tiliches" los trabajadores municipales.
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