Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Comentando con varios amigos acerca de las nuevas y maravillosas tecnologías, es decir, celulares, ipods, blueberrys, blackberrys, bluetooths, módems, redes inalámbricas, radiofrecuencias, wi-fi, televisores de plasma y por supuesto las computadoras en todas sus formas, llegamos a la conclusión de que sabios en el manejo de todos ellos son los jóvenes, incluso los niños, que pareciera que llegan a este mundo con una especie de chip integrado en el cerebro, que los hace hábiles en el manejo de todos estos ingenios. Es muy común que el padre de familia le consulte a sus hijos cuando se encuentran en un apuro con un aparato de estos. Se saben los intríngulis de cada programa computacional y programan como nadie el control del aparato televisor.
Estoy convencido que no es un chip lo que los niños traen insertos en el cerebro, simplemente no tienen miedo, como lo tenemos nosotros y es que fuimos educados en otro mundo y de manera muy distinta. Vera Usted.
Recuerdo, por ejemplo, que allá en los ya lejanos años de la juventud –que espero no sean tantos-- los jefes de familia se las veían negras para adquirir un aparato de televisión. A mi memoria llega el feliz día en que mi señor padre pudo traer –encargado quién sabe con quién—un moderno televisor Sony, modelo Trinitron, muy famoso y apreciado en esa época. De hecho Sony era la marca “que rifaba” en esos tiempos y prácticamente la única de calidad en México, pero era japonesa y se adquiría en Estados Unidos. Si uno se preciaba de haber triunfado en la vida, tenía forzosamente que tener uno de esos receptores en la sala de las casas, que era el lugar privilegiado para una adquisición de tal naturaleza. Y es que para que la gente obtuviera un Sony Trinitron –a colores, ¡qué maravilla--, había que esperar a que un amigo o familiar fuera de viaje a la Unión Americana y de contrabando metiera la TV al territorio nacional, cosa que casi siempre –quítele el casi— necesitaba la operación de una mordida, o la clásica “mochada” de por medio. Y luego de la aventura en la frontera, la odisea de burlar aduanas y fiscales ya en el trayecto hasta casa. Todo un rollo y aventura, a la que no siempre se prestaban las personas a las cuales ya el viaje en si, les significaba problemas. Era más fácil ir al Tepito romántico de los años 60 y 70 en un mundo de televisores en blanco y negro, que los chavos de hoy ni lo creen. Por fin instalado el aparato receptor, pasaba a ser no solo un mueble más del hogar, sino el miembro principal de la familia y como tal había que tratarlo. Qué esperanza que llegara un mocoso y así nada más porque sí, encendiera la Sony. Había que hacer la tarea escolar primero, luego de los mandados de rigor –no chistábamos, se obedecía y ya--, finalmente, siempre pidiendo permiso, nos dejaban ver la tele, que se encendía con un botón o perilla, pues ni el sueños aparecía el control remoto.
Ay de aquel irresponsable que se acercara al “nuevo miembro de la familia” con un plato de comida o una bebida en la mano. Hoy, vaya Ud. y cheque su tele, sin duda están los restos de algún alimento sobre el infaltable plato sobre el aparato.
Luego de la odisea de encender los televisores, pues algunos eran de bulbos y había que esperar a que se calentaran para arrancar, cosa que desapareció con los transistores del Sony “Trinitron”, teníamos como mucho media hora –pues los padres y principalmente los abuelos pensaban que los rayos catódicos nos licuaban el cerebro; hoy la ciencia ha avanzado mucho y estamos plenamente conscientes que la licuefacción es por culpa de las telenovelas, los comentaristas deportivos, los programas mañaneros y uno que otro reality show. El caso es que los niños de hoy desde el mocosito que no habla pero todo agarra, hasta el adolescente imberbe que altanero se piensa el rey del mundo y la última cerveza del estadio, prenden a su antojo y sin permiso de nadie, no solo la televisión, que por cierto cuenta con 50 o más canales, nosotros solo veíamos cinco, cuando mucho seis y eso si teníamos la suerte de vivir en una gran ciudad, los pueblos como Acaponeta, acaso alcanzaban a ver dos.
Hoy todo llega por cable, mientras que nosotros batallábamos con las malditas antenas de conejo, que nunca de los nunca se acomodaban, si se acercaba uno la tele se veía regular, pero cuando se iba a sentar otra vez, se descomponía en algo que llamaban “nieve” y no nos dejaba ver el capítulo en turno de “Simplemente María”, larguísimo bodrio que durante años transmitió Televicentro, que es como se llamaba Televisa.
Por ellos los jóvenes de hoy aprenden rápido, pues no temen pulsar las teclas, botones o conexiones de la computadora, simplemente aprietan y listo. Por cierto que nada explota como pensamos los más mayorcitos, que seguimos creyendo que el manual de operación de cada aparato nos sacará de dudas. Imagine el amable lector el mundo de nuestros hijos dentro de 20 ó 30 años cuando tengan sus propios hijos. ¿Qué les deparará la tecnología: maravillas y más maravillas, cada vez más fáciles de maniobrar, de conseguir y comprar.
Comentando con varios amigos acerca de las nuevas y maravillosas tecnologías, es decir, celulares, ipods, blueberrys, blackberrys, bluetooths, módems, redes inalámbricas, radiofrecuencias, wi-fi, televisores de plasma y por supuesto las computadoras en todas sus formas, llegamos a la conclusión de que sabios en el manejo de todos ellos son los jóvenes, incluso los niños, que pareciera que llegan a este mundo con una especie de chip integrado en el cerebro, que los hace hábiles en el manejo de todos estos ingenios. Es muy común que el padre de familia le consulte a sus hijos cuando se encuentran en un apuro con un aparato de estos. Se saben los intríngulis de cada programa computacional y programan como nadie el control del aparato televisor.
Estoy convencido que no es un chip lo que los niños traen insertos en el cerebro, simplemente no tienen miedo, como lo tenemos nosotros y es que fuimos educados en otro mundo y de manera muy distinta. Vera Usted.
Recuerdo, por ejemplo, que allá en los ya lejanos años de la juventud –que espero no sean tantos-- los jefes de familia se las veían negras para adquirir un aparato de televisión. A mi memoria llega el feliz día en que mi señor padre pudo traer –encargado quién sabe con quién—un moderno televisor Sony, modelo Trinitron, muy famoso y apreciado en esa época. De hecho Sony era la marca “que rifaba” en esos tiempos y prácticamente la única de calidad en México, pero era japonesa y se adquiría en Estados Unidos. Si uno se preciaba de haber triunfado en la vida, tenía forzosamente que tener uno de esos receptores en la sala de las casas, que era el lugar privilegiado para una adquisición de tal naturaleza. Y es que para que la gente obtuviera un Sony Trinitron –a colores, ¡qué maravilla--, había que esperar a que un amigo o familiar fuera de viaje a la Unión Americana y de contrabando metiera la TV al territorio nacional, cosa que casi siempre –quítele el casi— necesitaba la operación de una mordida, o la clásica “mochada” de por medio. Y luego de la aventura en la frontera, la odisea de burlar aduanas y fiscales ya en el trayecto hasta casa. Todo un rollo y aventura, a la que no siempre se prestaban las personas a las cuales ya el viaje en si, les significaba problemas. Era más fácil ir al Tepito romántico de los años 60 y 70 en un mundo de televisores en blanco y negro, que los chavos de hoy ni lo creen. Por fin instalado el aparato receptor, pasaba a ser no solo un mueble más del hogar, sino el miembro principal de la familia y como tal había que tratarlo. Qué esperanza que llegara un mocoso y así nada más porque sí, encendiera la Sony. Había que hacer la tarea escolar primero, luego de los mandados de rigor –no chistábamos, se obedecía y ya--, finalmente, siempre pidiendo permiso, nos dejaban ver la tele, que se encendía con un botón o perilla, pues ni el sueños aparecía el control remoto.
Ay de aquel irresponsable que se acercara al “nuevo miembro de la familia” con un plato de comida o una bebida en la mano. Hoy, vaya Ud. y cheque su tele, sin duda están los restos de algún alimento sobre el infaltable plato sobre el aparato.
Luego de la odisea de encender los televisores, pues algunos eran de bulbos y había que esperar a que se calentaran para arrancar, cosa que desapareció con los transistores del Sony “Trinitron”, teníamos como mucho media hora –pues los padres y principalmente los abuelos pensaban que los rayos catódicos nos licuaban el cerebro; hoy la ciencia ha avanzado mucho y estamos plenamente conscientes que la licuefacción es por culpa de las telenovelas, los comentaristas deportivos, los programas mañaneros y uno que otro reality show. El caso es que los niños de hoy desde el mocosito que no habla pero todo agarra, hasta el adolescente imberbe que altanero se piensa el rey del mundo y la última cerveza del estadio, prenden a su antojo y sin permiso de nadie, no solo la televisión, que por cierto cuenta con 50 o más canales, nosotros solo veíamos cinco, cuando mucho seis y eso si teníamos la suerte de vivir en una gran ciudad, los pueblos como Acaponeta, acaso alcanzaban a ver dos.
Hoy todo llega por cable, mientras que nosotros batallábamos con las malditas antenas de conejo, que nunca de los nunca se acomodaban, si se acercaba uno la tele se veía regular, pero cuando se iba a sentar otra vez, se descomponía en algo que llamaban “nieve” y no nos dejaba ver el capítulo en turno de “Simplemente María”, larguísimo bodrio que durante años transmitió Televicentro, que es como se llamaba Televisa.
Por ellos los jóvenes de hoy aprenden rápido, pues no temen pulsar las teclas, botones o conexiones de la computadora, simplemente aprietan y listo. Por cierto que nada explota como pensamos los más mayorcitos, que seguimos creyendo que el manual de operación de cada aparato nos sacará de dudas. Imagine el amable lector el mundo de nuestros hijos dentro de 20 ó 30 años cuando tengan sus propios hijos. ¿Qué les deparará la tecnología: maravillas y más maravillas, cada vez más fáciles de maniobrar, de conseguir y comprar.
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