04 julio 2010

NIETZSCHE, APÓSTOL DEL ATEÍSMO


Por: Juan Fregoso

Friedrich Nietzsche (o Federico Guillermo Nietzsche) nació el 15 de octubre de 1844, en Röcken, pequeña ciudad de la provincia prusiana de Sajonia, perteneciente a Alemania. Murió el 25 de agosto de 1900. Aunque Nietzsche figura en los libros de texto como filósofo, su efecto sobre el mundo fue el de un profeta terrorífico, una oráculo que, prediciendo el fin del hombre común, era un apóstol del Superhombre, el homo superior, aristocrático e implacable que había de dominar al mundo. Portento espantoso, consideró la vida con un pesimismo a la vez trágico y heroico: la tragedia para Nietzsche no sólo era la fuente de la nobleza, sino del poder, que dota al hombre de momentos heroicos en su furiosa persistencia para sobrevivir.

La familia en que se educó no sólo era una respetable familia de la clase media, sino profundamente religiosa, el ambiente menos adecuado para el futuro predicador del ateísmo y augur de la destrucción. Fue el hijo mayor de un pastor luterano: cuando nació se consideró el día más afortunado porque ese mismo día el Rey celebraba su cumpleaños, por ello, su padre hizo un discurso patriótico al bautizar a su hijo con el nombre del monarca, Federico Guillermo. En la familia de Nietzsche había otros dos hijos: uno varón, José, que murió en la infancia, y una joven de nombre Teresa-Elisabeth, quien a la postre se convertiría en la más importante biógrafa de su hermano, a quien atendió en los últimos días infortunados de la vida de éste.

Cuando Federico tenía cinco años murió su padre, como consecuencia de una caída. Ante esta circunstancia la familia se trasladó a Naumberg, donde el muchacho vivió rodeado, protegido e idolatrado por un grupo de piadosas mujeres: su madre, su abuela, su hermana y dos tías solteronas que lo adoraban. Excepto sus ojos, negros y penetrantes, su figura era la de un muchacho común y corriente, de pelo rubio, pero se deleitaba jactándose de que sus antepasados no tenían nada de gente ordinaria. Presumía de descender de los Nietskys, aristócratas polacos.

Alemania es una gran nación—decía—sólo porque su pueblo lleva mucha sangre polaca en sus venas. Tenía la preocupación de su rareza, y no sólo en su juventud, en su madurez se comparaba con aquellos polacos que, por sus firmes convicciones, habían sido víctimas de su protestantismo en un país católico. Prodigio mimado, sabía leer a los cuatro años, escribía a los cinco y tocaba a Beethoven a los seis. Antes de los diez años escribía poemas, principalmente de tipo religioso, y componía música para canto y piano. Mientras asistió a la escuela de la aldea su pose era de tal modo afectada—sus tías lo estimulaban a ello—que sus condiscípulos le apodaron “El Pequeño Pastor.”

Al cumplir los catorce años ingresó en la escuela para internos de Pforta, donde se enamoró realmente de la Filología y de la música de Wagner, que influyeron, por igual, en el joven. Los historiadores posteriores a él han simpatizado con la ironía que Nietzsche destacó en un fervoroso estudio de la religión. Después de seis años en Pforta ingresó en la Universidad de Bonn y, durante un breve período, se entregó a los placeres mundanos. Fumó y bebió con una despreocupación súbita, excesiva: se dejó un bigote diminuto y frívolo que contrastaba extrañamente con sus cejas pobladas. Se dedicó a los “affaire” (o escándalos amorosos), y parece que se enamoró, sin ser correspondido, al menos una vez.

Defendiéndolo del más ligero asomo de escándalo, su hermana lo consideraba un santo al afirmar que Federico fue durante toda su vida un ser completamente ajeno a toda pasión violenta o a los placeres vulgares; todos sus deseos se concentraban en el campo de la cultura, y su interés por todo lo demás era realmente poco. Pero a pesar de estas sentenciosas frases de Elisabeth, Nietzsche se entregó en forma irresponsable, como sus demás condiscípulos, a toda clase de diversiones. Visitó los burdeles y los bares, y una experiencia en cierta casa de prostitución pudo perfectamente haber cambiado el curso de su vida, puesto que desde el punto de vista de Nietzsche, son siempre los rebeldes, nobles, audaces y trágicamente derrotados. Los iniciadores de la vida, como Adán, y los portadores de la luz como Prometeo, incurren siempre en la ira de los dioses. Y son derrotados, encadenados a las rocas, expulsados y exiliados, porque confían en poder liberar al hombre de la oscuridad y de lo negativo.

La exaltación hecha por Nietzsche de un paganismo resurrecto, acompañada de lo que parecía ser un ataque terrible contra la religión de sus padres, provocó escozor en los círculos académicos, aterrorizó a sus amigos, y amenazó con poner fin a sus actividades como profesor. Aun cuando sus clases quedaron reducidas a unos cuantos alumnos preocupados, pero fascinados, él siguió aferrado a su obstinación, sin reservas.

A los treinta años la personalidad de Nietzsche empezó a cambiar. Habló con una convicción absoluta y con agresividad incontenible. Su apariencia se modificó igualmente. El bozo, apenas pronunciado, de sus labios se convirtió en una masa negra e hirsuta, en el bigote grueso y cerdoso de una foca. La cabellera rebelde, peinada hacia atrás, tenía la tendencia a caer sobre su frente pétrea. Los ojos ardientes bajo las cejas muy prominentes irradiaban la fuerza de una poderosa resolución, de una gran intolerancia, y eran presagio de la locura que más tarde le dominó. Entonces surgió en él—escribe Mencken—la filosofía de Federico Nietzsche, en la cual expresa un terrible hastío por todo principio de autoridad, y una firme creencia en que su propia opinión respecto a cualquier problema de que él se hubiese ocupado era tan sólida, al menos, como la opinión de cualquier otra persona. Desde entonces, el presuntuoso “Ich” empezó a llenar sus discursos y las páginas de sus libros, con frases como estas: “Yo condeno al cristianismo… Yo he dado a la Humanidad… Yo jamás he sido modesto… Yo creo… Yo digo…Yo hago…” Eran síntomas inequívocos de su incipiente demencia. Su enfermedad se agravó con su participación activa en la guerra franco prusiana de 1870. Aunque sirvió solamente unos cuantos meses en Sanidad Militar, contrajo un catarro intestinal crónico, que se le complicó con un ataque de pulmonía y con náuseas continuas, y tuvo que ser relevado del frente.

Para reanudar la enseñanza acudió a la ayuda de narcóticos y, así, se convirtió en adicto a las drogas, hábito que conservó durante el resto de su vida. Nietzsche se negó a creer que su padecimiento fuese una de las consecuencias perturbadoras de la sífilis (que contrajo durante su vida libertina), sobrevivió a un trastorno físico tras otro, y racionalizó su enfermedad considerándola como un estimulante duro, pero necesario. “Es un hecho crucial—escribió—que el espíritu creador prefiere descender sobre los enfermos que sufren.” Sin embargo, el sufrimiento aumentó a tal grado que, a pesar de todo su estoicismo, se vio obligado a retirarse de sus actividades docentes cuando no tenía más que treinta y cinco años.

Aun con todas las vicisitudes que marcaron la existencia de este gran filósofo alemán, pudo escribir y publicar sus más grandes obras cuya profundidad es innegable y que lo inmortalizarían para siempre. De entre sus obras destacan: “Pensamientos intempestivos:” “Humano, demasiado humano”, “El alba del día”, “La ciencia deleitosa”, “Así hablaba Zaratustra.” Algunos años después de la publicación de esta obra maestra mencionada en último lugar, de estilo brillante y de imágenes retorcidas, los signos de una neurastenia grave resultaron notorios, pero la indomable voluntad de Nietzsche lo llevó a escribir “Más allá del bien y del mal;” “La génesis de la moral,” “Ecce Homo,” de carácter autobiográfico. Tras su muerte, vieron la luz “El Anticristo” y “La voluntad de poder,” a la cual subtituló “Cómo filosofar con un martillo”. Finalmente, el 25 de agosto de 1900, aquella mente brillante, el hombre sabio que puso en duda, desde el punto de vista científico, la existencia de Dios, a los 56 años dejó de existir, dejándonos un legado y un cúmulo de dudas que aún perviven entre nosotros. Baste recordar una de sus agudas sentencias: ¿“Es el hombre tan sólo un error de Dios? ¿O es Dios tan sólo un error del hombre?

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