18 mayo 2010

CARTA A MI MADRE

Querida Madre:

Sabes bien que nunca me han gustado las cartas a las madres, pues por lo regular son simples, cursis y ramplonas, de ahí que no recuerdo haberte hecho una carta, ni siquiera en la primaria; aunque quizá me equivoque, pues ya sabemos que una madre guarda todo lo que sus hijos producen, sustancias tangibles e intangibles, aun las cosas más inimaginables caben en el cajón de los recuerdos de una madre: los monstruos que de noche se escondían debajo de la cama; las flores de crayones del jardín de niños, garrapateadas más con deseos fervientes de ver sonreír a mamita, justificar a la educadora, que arte verdadero; flores esas que si bien no llevan aroma, si guardan las lágrimas del fugaz abandono a las puertas de la escuela; las tortas de cajeta, las superesistentes mochilas de cuero, apestosas pero eternas, que se usaron hace ya muchos, muchos años, así como los pequeños logros y triunfos de un infante curioso por las situaciones de una vida incipiente. Cosas que a los ojos de los demás son inútiles, entre otras: caligrafías escolares, canicas cascadas, chambritas, zapatitos, medallitas y hasta lámparas artesanales que luego las maestras tienen la ocurrencia de imponer a sus alumnos para el 10 de mayo, obsequios que las propias mamás acaban confeccionando y llenan eso arcón de recuerdos que hoy quisiera hacer mío. Ahí se esconden asimismo, los silencios del niño regañado por la travesura infausta que ha de quedar grabada para siempre; las risas en el jardín o del desfile de la primavera en el triciclo aquel ornado de flores y multicolores papeles de china, los pocos, poquísimos dieces de las tareas escolares de matemáticas y las espinas que nos clavamos en la niñez, la adolescencia y aun la vida adulta.
Tú mamá o seguramente mi papá, me enseñaron que quien ama a su madre, no podía ser una mala persona y yo, luego de tantísimos años, te sigo amando por lo que supongo, sigo siendo bueno, como cuando me enseñaste los primeros pasos y los distintos caminos que toman los hombres: los que llevan a los dorados terrenos de la imaginación prolífica, los torcidos de la perdición o los senderos que nos dirigen a nosotros mismos y, en esos intentos del paso a pasito, del “un solito” en familia, que todos celebraban, salimos avante, creo, y con rumbo certero, en la inteligencia, que era más importante ir, que llegar. Todo entre pasteles de cumpleaños, taquizas los domingos con el resto de la familia y los abuelos y hacer bueno aquello que se me grabó del libro de “El Principito” de Saint-Exúpery, el cual me regalaron Ustedes mis queridos padres y que decía: “Solo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es, invisible para los ojos”.
Qué puede ser más grato para un ser humano que rememorar los momentos en el regazo de una madre; al traerlo a mi percepción actual, aparece tu saludable calor, tu magnífico olor de madre tan especial y propio; tu vigorosa mano mesando mis cabellos, los mismos que embadurnabas de limón para ir hiperpeinado a clases; de los saltos de alegría cuando compartimos un rato sobre la inmensa cama de los padres, lo mismo para ver un programa de televisión, que huir de los fantasmas y vampiros nocturnos de la exaltada imaginación de parvulito.
Para mi fortuna, los recuerdos son como la vida en el otoño, no bien acabas de barrer y pronto se vuelve a llenar de hojas secas; piensas que ya olvidaste algo y salta, al rato, un nuevo recuerdo, más vivo, más lúcido y grato. Vivificante y regresas de tu eterna morada a mis brazos, o más bien, yo me arrojo a ellos.
Las relaciones con las madres nos colmaron de agraciados momentos, que al morir tú, Madre hermosa, se transformaron en evocaciones y no sé si recuerde todo lo que viví a tu lado, pero si vivo todo lo que recuerdo y vuelvo a sentirte cerca: llena de vida, emocionada como cuando me relataste el día que me arrojaste al mundo y al traerlo a mi mente, me lleno de eternidad, como allá donde hoy habitas. ¿Cómo puede un hijo olvidar los consejos en privado de una madre y sus elogios públicos?

Sin embargo insisto, aborrezco escribir cartas a la Madre, porque son cursis, ramplonas y solo atañen a dos: al hijo y la madre, al resto del mundo le importa un comino. A pesar de ellos, te ofrezco estas letras en el Día de la Madre, porque no puedo llegar hasta la urna funeraria que guardan tus restos, allá en el nicho donde reposas en la casa paterna y, agradecerte, lo que no hice mientras vivías, ya que gracias y felizmente, a la determinación que me heredaste, sigo tratando de alcanzar el éxito en lo que hago, para ser merecedor de tu estatura y la de mi querido padre, tu adorado esposo.
Gracias por todo Madre y pronto, en un momento dado e ineludible, volveremos estar juntos para compartir un lapso infinito de tiempo.
Te quiero.
Tu hijo.
Pseudónimo: Epistolar
Autor: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo

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